Entender el menú como un conjunto, es decir, no individualizar los platos. Al igual que en un buen menú no se permite a un primer plato tener más protagonismo que al segundo, no podemos permitir que un vino pueda mermar las características de otro. Por eso, como regla general, nunca deberíamos servir un vino con un fuerte sabor al paladar momentos antes que otro con una degustación más suave, dado que podría ocultar parte del sabor, e incluso llegar a convertir al vino más joven en un vino insípido.
Asociar los vinos por complementación o por contraste. No existe una sola manera de conseguir una perfecta unión entre un tipo de vino y una comida. En el caso de la complementación, elegiremos por ejemplo, una combinación de una comida o alimento ligero como puede ser un postre con cualquier tipo de vino dulce. En el caso del contraste, se trata de unir dos polos opuestos. Por ejemplo, un guiso o una comida muy especiada o picante, con un vino fresco como puede ser el vino blanco o un vino joven.
El modo de cocinar los alimentos es también otra característica a tener en cuenta. Todos sabemos que un mismo alimento nos puede causar diferentes sensaciones dependiendo de la manera en la que está cocinado. Así, la carne de vacuno puede parecer totalmente distinta si se cocina a la plancha o se guisa, con las especias que ello conlleva. Hay que tener en cuenta el proceso de cada plato para maridarlo correctamente con un vino.
Por último, confiar en tu gusto personal. Todas estas premisas están pensadas para los gustos más extendidos y los que se suelen dar en una comida pero, para gustos, colores. Si a pesar de estos consejos, te satisface más el mezclar un tinto crianza con un plato ligero, o tomar una copa de vino joven blanco antes de un gran reserva, hazlo. Al fin y al cabo, la principal misión del maridaje es ofrecer una buena sensación al comensal, que en este caso, eres tú.